domingo, 10 de mayo de 2009

Texto de la presentación del libro "Cocina y Gastronomía del Cádiz de las Cortes"



Manuel J. Ruiz Torres



Cuando hace cinco años, Antonio Rodríguez Cabañas me aprobó, con el apoyo académico del profesor Alberto Romero Ferrer, este proyecto que le había enviado Enrique del Álamo, después de ser rechazado por distintas oficinas que hoy pregonan su fe en el Doce, pero que entonces no jugaban a ese número, yo estaba convencido de que iba a escribir un libro fácil. Se trataba de revisar los recetarios de la época, adobarlos con alguna cita descabellada de uno de esos viajeros extranjeros que venían a Andalucía buscando una aventura africana con majas de navaja en la liga y, en fin, sazonar el producto con alguna anécdota sabrosa sobre lo tontos que eran esos franceses, que habiendo hecho la Revolución, que todavía tantos de nosotros tenemos pendiente, y habiendo conquistado Europa, se quedaron con las ganas de haber inventado ellos mismos la tortilla a la francesa. De hecho, podría decirse, y no dudo que habrá algún gastrónomo que termine diciéndolo, que aquél 25 de Agosto en el que los franceses recogieron sus cosas, dejándose los cañones para el disfrute de los gaditanos que, vestidos todos de piconera se anduvieron más de 15 kilómetros a pie para verlos, ese día histórico de la Liberación, se inventó también aquí la tortilla española de patatas, para mejor echar así el día de campo.

La lástima es que no encontré ningún recetario, sólo la certeza de que alguien robó el que escribieron los monjes Capuchinos y que, según cuenta Dionisio Pérez, hasta principios del siglo XX, estuvo en la biblioteca de la Facultad de Medicina de Cádiz. Y descubrí que la mayoría de lo que se da por cierto de aquella comida, incluso en páginas bicentenarias, no es más que fruto del ingenio de un humorista que se inventó la invención de la madre de todas las tortillas. Algo que los dos pueblos del asedio, que compiten por el gentilicio, le creyeron tan a pie juntillas que adornaron su broma con ocurrencias tales como un carromato lleno de huevos que se estrella, derramando su pringue de cáscaras y substancia por el suelo, y cómo a la ingeniosidad tan gaditana se le ocurrió, sobre la marcha, una forma de aprovechar esos huevos sucios de tierra, recogiéndolos del suelo, inventando allí mismo esa tortilla que es una ofensa a los franceses y que ahora soluciona tantas cenas. Dicho así, parece ciertamente poco creíble, pero eso me contaron, sin reírse ni avergonzarse, cuando pensé que una forma de abordar mi trabajo era la de preguntarle a la gente.


Así que me quedé sin pistas para mi libro, ya aprobado y con un plazo de entrega de un año, que los gestores de la Fundación Provincial de Cultura han tenido a bien irme prorrogando cada año. El libro no iba a ser tan fácil. Y comprendí que me había ocurrido lo peor que le puede pasar a un gastrónomo: iba a tener que trabajar para escribirlo. Como saben, un gastrónomo suele ser alguien que a leer un libro le llama investigar. Aunque, en otras ocasiones, es alguien que se cree obligado a pronunciarles a los demás una conferencia sobre lo que está a punto de comerse. Los demás, porque la mayoría de los demás suele ser gente prudente, le dejan distraerse con estas cosas, ciertamente más inofensivas que la pena de muerte, la esclavitud o el repudio de la propia esposa después de maltratarla de por vida, prácticas, por cierto, habituales entonces en aquel paraíso del primer liberalismo.

Yo ya había escrito, por entonces, siete libros y el que iba a ser mi octavo se complicó tanto que ahora es el décimo, adelantado por un ensayo y otra recopilación de cuentos. Lo que quiere decir dos cosas: aunque, en estos cinco años, la obsesión ha sido obsesiva, permítanme la simpleza, la dedicación ha sido la justa de cualquier escritor; es decir, la justa. La otra es que no deben preocuparse los amigos porque este cambio de género, que no de sexo, vaya a significar un abandono de la narrativa. Al contrario, ante la falta de un recetario de primera mano, me ha salido un libro tremendamente narrativo. No diré ficticio, para no confundirles o abaratar mi trabajo de búsqueda en archivos y bibliotecas, incluyendo alguna rareza en fuentes militares, pero sí que es un libro creativo. Después de cinco años de leer varios miles de panfletos, normas municipales, anuncios de prensa, aranceles, Actas Capitulares, Gacetas, Sainetes, memorias de soldados y cuanto papel o pdf pudiera incluir una de las piezas del rompecabezas más grande que hubiera reunido nunca, yo que no soy aficionado a esas composiciones salvo como pobre recurso poético para expresar la complejidad humana, tuve que montar ese puzzle. Aquí me di cuenta de que la Historia, como la poesía, la confesión o la política, es un género de ficción. Cierto que una ficción que intenta reproducir la realidad, tal como creemos que fue, y que debe emplear con nobleza materiales verdaderos, y no cuentos o leyendas, por muy hermosas que sean. Pero que, como tal ficción, no llega a estar terminada nunca del todo, pendiente de que aparezcan nuevos datos, nuevas piezas que encajen mejor en el dibujo que las que conseguimos encontrar antes. Y también es cierto que a estos libros de Historia se les exige una verosimilitud que no se suele cumplir en la vida real. Porque éste es un libro de Historia, o de historias cotidianas, aunque no esté escrito por un historiador, como don Ramón Solís, al que tanto le debe este trabajo, no era historiador sino doctor en Ciencias Políticas.


Para ordenar esas piezas, que tanto se parecen a los añicos de cerámica prehistórica que tiene que reconstruir en vasija mi amiga Esperanza Mata, he recurrido al oficio de escritor, que está obligado a que todo sea coherente y encaje en un discurso que nos explique mejor aquella época. Tengo que decir que, en esa colección, no todas las piezas eran igual de brillantes. Por ejemplo, los partes meteorológicos que revisé desde agosto de 1811, que han merecido un buen artículo de Hilda Martín, a mí, francamente, no me aportaron nada. Y mira que los seguí porque leí, en alguna parte, que se había venía padeciendo entonces, desde dos siglos antes, una pequeña Era Glacial, que disparó mi imaginación hacia un Cádiz de los igloos que, por supuesto, nunca existió. Otras piezas eran interesantes, pero pertenecían a otro puzzle, no a éste. Como cierto manuscrito de 1816 que describe el poder curativo de las aguas ferruginosas de Bornos. Es lo malo de trabajar con cierta minuciosidad. Como no encontré nada que relacionara el hallazgo de esas aguas y su consumo milagroso en el Cádiz de las Cortes, deseché incluir la cita en el libro. Cualquier otro gastrónomo como Dios manda hubiera montado toda una teoría conspirativa sobre el atentado al general Solano y una intoxicación generalizada de la población con aguas ferruginosas. O, mejor aún, sobre las excelencias de las lechugas de Cádiz, loadas ya por Columela, y que se debía sin duda (porque para un gastrónomo la duda, ofende) a esas aguas de hierro y no al estiércol con el que se cubrían las tierras areniscas de Puerta Tierra, como bien cuenta el conde de Maule.

Por supuesto, la mayoría de las piezas buenas terminaron encajando. Aunque algunas no he conseguido resolverlas en su completa importancia. Aún investigo la inquietante cesión que realizaba el Matadero de La Isla de León de los ojos de las vacas, junto a su paladar, al Diputado de la Cárcel de allí. No me atrevo a pensar qué tipo de guiso podría realizarse con ojos para los pobres de solemnidad que acabaran en prisión, porque el que tuviera para costeársela, le debían traer la comida desde su casa. Lo de acabar en prisión podía ocurrir por unas simples deudas o por expresar una opinión contraria al que mandase, cosa que, como ya deben saber, alivió enormemente la libertad de imprenta, que siguió mandando autores a la cárcel y censurando libros, pero sólo unas horas después de publicarlos en vez de unas horas antes.

Como quise encajar esas piezas dispersas, y de tamaños distintos, ya digo, como una narración, creo que, además de un libro de historia, me ha salido una especie de novela coral. En su lógica aparición, ahora hablando de los caldos curativos, ahora del marisqueo de burgaos en la playa de Santa María del Mar, los textos de algunos personajes históricos han terminado por convertirlos en personajes literarios. Hay dos que, por más despabilados, adquieren cierto protagonismo, Antonio Alcalá Galiano y Juan Ignacio González del Castillo. Aunque, ya digo, es una novela coral.



Antonio Alcalá Galiano



En este libro, el viajero Richard Twiss rememorará cómo conoció el gazpacho, con la misma esencia literaria con la que el viejo coronel de García Márquez rememora el lejano día en que descubrió el hielo. Sólo que el inglés tuvo que pasar su experiencia durmiendo en un baúl de una frutería de Los Barrios. Por aquí, el canónigo penitenciario de la Catedral de Cádiz, Cayetano María de Huarte, criticará los dulces exóticos llegados de América, los de hicacos o tamarindo, que se consumían aquí, como los mangos, muchos años antes que en el resto de España.

Por aquí, escucharemos al cascarrabias Cadalso quejarse de que todo se está afrancesando, incluso la comida. Que ya no se come Olla ni los domingos. Por aquí también, el Visitador General de la Orden de los Agustinos, ridiculizará en un poema la pepitoria. Esos platos que, tantas veces, sirvieron de metáfora política, fácilmente entendible para una población mayoritariamente analfabeta. De hecho, la simpleza con que ahora muchos presentan los problemas y sus soluciones (Para solucionar el paro, lo mejor es facilitar el despido, por ejemplo) tuvieron ya entonces, en aquel principio hermoso de la discusión de las ideas, que es el Cádiz de la Constitución, su nacimiento. Al pobre afrancesado se le decía berenjena, por la Orden que otorgaba José I, aunque después nadie les hacia ascos a una buena boronía de berenjenas con membrillos. Y es célebre la comida patriótica-alegórica que no deja títere sin cabeza, a base de crujir a todo el mundo reduciéndolos a ingredientes de una receta.


Por supuesto, no se esconde la crudeza de la guerra, la utilización del hambre como un arma para derrotar al enemigo. Cómo las tropas nacionales cañonearon un rebaño de ovejas que pasaban por Puerto Real, cómo las quejas por la falta de alimentos se consideraban simpatía con el francés y se penaba con la horca. Los salarios congelados que hacían inalcanzables para la mayoría esa riqueza de las provisiones, que nunca faltaron durante el asedio.

Pero el verdadero protagonista de toda esta novela colectiva es el pueblo llano de aquel Cádiz que, ganara quien ganara la guerra, iba a seguir por muchos años igual. Y como, a pesar de esta certeza, fue capaz de resistir, no tanto al francés como nos han contado, sino a las miserias de una vida sin grandes horizontes. Y cómo, a pesar de todas esas privaciones, del encierro, del estado de sitio, de las enfermedades, de los bombardeos para nada divertidos, no dejaron pasar el tiempo que les había tocado, un tiempo malo para cualquiera, sin renunciar a disfrutar en lo posible de la vida. Aunque, a veces, ese placer tuviera la maravillosa forma simple de un mantecado helado.


Van a pasar 200 años de todo aquello, casi los mismos años que tiene la palabra gastronomía, según la inventó un poema del francés Berchoux. Tuvo que terminar aquella guerra para que se tradujera por primera vez al castellano, en 1818. En una traducción donde se burlaba de esa gente que le dan importancia a un cocinero. Un año antes de esta edición, fue un diputado de las Cortes de Cádiz, Antonio de Capmany quien la incluyó por primera vez en un diccionario de francés-español, traduciéndola como “ciencia o tratado sobre el modo de comer regaladamente”. Yo he escrito reivindicando el sentido de ciencia que nunca debió dejar de tener la gastronomía. Y, por supuesto, a diferencia del primer traductor de esa obra, quiero defender no sólo la importancia de hablar civilizadamente de comida, sino también que el oficio de cocinero, de camarero, de personal de sala, de la hostelería en general, se merece el máximo respeto de quienes acudimos a ellos para que nos hagan, siquiera por un momento, algo más felices.

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