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domingo, 8 de abril de 2012

VERDURAS DE 1812 EN LA ACTUAL HUERTA DE CONIL

La referencias más antigua donde se cita las huertas de Conil es en la Crónica General de la Orden de los Mínimos de San Francisco de Paula, en 1619, donde se da noticia de la iniciativa de Alonso Pérez de Guzmán, Duque de Medina Sidonia, para construir en Conil el primer convento dentro de los territorios de su dominio, en 1567. Incluía la cesión de terrenos de viñas y huertas, alrededor de la torre del Ardal, para la subsistencia del propio convento. Durante los años del asedio, el Conde de Maule, cita la huerta de Jordán, más allá de la Fuente Amarga. A mediados de ese siglo, 1846, el Diccionario geográfico-estadístico-histórico de España y sus posesiones, de Pascual Madoz, destaca en Conil la cortijada de chotas del Naveto y las huertas de Olvera, a una legua de los cinco molinos de viento situados a la entrada de la población. También la escritora Fernán Caballero, en 1859, en uno de sus cuentos populares, evoca los caminos de Conil que “serpentean por terrenos quebrados entre huertas, viñas, sembrados y pinares, todo lindo, todo diverso y perfumado con las enérgicas fragancias del tomillo, del orégano y del delicioso almoradux [mejorana] que se cría en aquellos terrenos en gran abundancia”.

Recordando el momento histórico en que se elabora la Constitución de Cádiz, en pleno proceso de transición entre las cocinas barrocas y la Nueva Cocina, hay que precisar que el triunfo de esta última supondría una simplificación de las preparaciones, la elección de ingredientes de temporada y geográficamente cercanos, la sustitución de las especias importadas por hierbas aromáticas de la zona y, finalmente, la reivindicación de la cocina tradicional de verduras y legumbres, también en la alta cocina, hasta entonces monopolizada por las carnes y, en menor medida, pescados de alto precio.

Entrando ya en la cocina de verduras, se puede clasificar ésta en grandes familias de recetas: Ensaladas, Gazpachos y Ajos Calientes, Verduras cocinadas, Menestras y Ollas, y Dulces y Helados. Para ejemplicar la pervivencia de aquellos platos los relacionaré con otros de la actual cocina conileña de las verduras, para lo que utilizo como fuente principal el importante libro de Juan José Poblador, Conil de la Frontera (Boceto para una historia).

El concepto de Ensalada era mucho más amplio que hoy en día. Para diferenciarlas de las verduras cocinadas, diremos que se entendía por ensalada toda mezcla de verduras u hortalizas aliñada fuera del fuego. Según Juan de la Mata, se diferenciaba entre ensaladas verdes o crudas y ensaladas cocidas. En las primeras, el vegetal está crudo, siendo muy frecuente que incluyese tropezones de algún ingrediente de carne o pescado. Son los Salpicones, entre los que aún se elabora en Conil uno de “espichitas”, sardinitas ensartadas en pleita que se ponen a secar en las azoteas y luego se mezclan con un picadillo, aliñado con AOVE y vinagre, de tomate, pimiento, pepino y cebolla. En este grupo, estarían las ensaladas de lechuga, apio, cardo o borrajas, todas sin cocinar.
Salpicón de cebollas y sardinas arencadas

En las ensaladas cocidas, se hervían los vegetales hasta quedar tiernos y es entonces cuando se aliñan. Solían emplearse hortalizas de raíz, como zanahorias, remolacha, papas, nabos o, una ya infrecuente, como la escorzonera.

Tanto las ensaladas verdes como las cocidas podían aliñarse de dos maneras. A la española, echándoles por encima, caliente, una fritada de ajos en aceite al que se le añade pimentón, ya fuera del fuego. O a la francesa, donde se aliña en frío con aceite de oliva, sal y vinagre. Este aliño en frío es el que ha terminado triunfando, aunque aún se practica el antiguo aliño español de la ajada para aderezar unos cogollos de lechuga, como aún hacen en Algeciras.

Englobamos en la misma familia de Gazpachos y Ajos Calientes a preparaciones que parten de un majado de hortalizas a las que se añade, fuera del fuego, pan y agua. Según esté esa agua fría o caliente, tendremos un Gazpacho o un Ajo. Es tanta la similitud que aún hoy a los Ajos les llaman, en zonas como La Janda, Gazpacho Caliente. La diferencia con una Sopa es que en ésta el pan se añade con el recipiente sobre el fuego, terminándose de cocinarse sobre el mismo.
Gazpacho de pimientos rojos

Entonces existía un gazpacho para cada ajo, habiéndose perdido la enorme diversidad de entonces. Ahora sólo se conocen los de tomate, y alguna rareza, como la de semillas de pimiento seco, en el campo de Los Barrios. De aquellos primeros años del XIX eran los gazpachos de pimiento rojo, los blancos de cebolla o el complejo Capón de galera, con anchoas y riquísima guarnición de huevos duros, alcaparra, granadas, aceitunas, confites dulces o frutas escarchadas. Entre los Ajos, destacaban los de berenjenas o los de bacalao, que utilizaban el agua de cocción de esos productos para compactar los migajones de pan. En Conil, junto al Gazpacho caliente de tomates, aún se conserva una de estas reliquias, el Ajo de Calabaza, con esta hortaliza seca cocida, que se añade al final, con vinagre y un poco de su caldo de cocción, sobre el majado inicial de ajo, pimiento verde, pan y aceite.

Dentro del grupo de verduras cocinadas, diferenciamos las fritas de las cocidas. Las verduras podían refreír en muy poco aceite, haciéndose lentamente. Se preparaban así las calabazas, los espárragos o las habas con lechuga.
Habas con lechugas refritas

Podían, igualmente, freírse en aceite abundante, normalmente rebozadas. Junto al que ha pervivido, de rebozar con huevo y harina, existía otra receta, la de la gachuela, en la que trozos pequeños de verduras se mojaban en una pasta muy líquida hecha sólo con agua fría y harina. Estas gachuelas es la misma receta que se llevaron los misioneros jesuitas al Lejano Oriente, implantándose con gran éxito en Japón, donde adquirieron su actual nombre de tempura.
Borrajas rebozadas en gachuela


También podían cocerse esas verduras, engordándose ese caldo con un majado de pan y cebolla fritas, vinagre y especias como el pimentón o la pimienta negra. Así se cocinaban el cardo, los tallos de acelgas, las coles, las papas o las tagarninas. Un plato actual de Conil sigue empleando esta técnica, los chícharos embarcados, donde los guisantes se rehogan con laurel y vino, y se liga la salsa con el mencionado majado.
Cardo en salsilla de piñones


Del grupo de Ollas y Menestras derivan todos los actuales cocidos, pucheros, berzas y potajes gaditanos. Aunque la Olla podrida era un plato mucho más antiguo, ya consolidado en la Edad Media, es en estos años cuando empieza a tomar importancia el contenido de las verduras que incluye, hasta entonces sólo citadas genéricamente mientras, en cambio, se detallaban las muy distintas carnes que constituían el plato. Al citarse esas verduras empezó, entonces, a diferenciarse las preparaciones según esas mismas verduras. Las menestras, en su sentido de entonces, eran Ollas muy elementales, en las que se combinaban legumbres o gramíneas, como el arroz, con carne, tocino, bacalao o aceite de oliva. Eran, en su origen, un plato de rancho, para grandes comunidades, como el Ejército, los barcos o trabajos colectivos. Estas Ollas y Menestras pasaron a ser un plato estacional, que se adaptaba a las verduras de la temporada. Aún hoy, en Conil, se nombran los potajes por estaciones. En primavera, un guiso de habichuelas, con garbanzos y judías secas, que incluye calabazas verdes, judías frescas, guisantes, habas, cebolla, papas nuevas o hierbabuena, con avíos del cerdo. El potaje de verano, además de las mismas legumbres secas, lleva arroz, cebolla, tomate, pimiento verde y aceite. En otoño, es el potaje de calabaza, que la lleva seca y colorada, boniato, aceite, pimiento seco y avíos de cerdo, junto a garbanzos y habichuelas. El potaje de invierno es el de castañas, junto con fideos, judías secas, cebollas, azúcar, anís y aceite.

Mayor rareza nos puede causar la utilización de verduras en dulces y helados, pero era entonces tan habitual como el hacerlas con frutas. Desde las muy elementales confituras, cocidas en almíbar. Podían presentarse “en líquido”, manteniéndolas dentro del almíbar, o en aguardiente reducido con ese mismo almíbar. También podían conservarse en otros líquidos azucarados, como miel formando melojas, o con mosto cocido reducido para preparar arropes de calabaza o de berenjena. Si se escurrían de ese líquido dulce y se secaban formaban una costra azucarada, con el aspecto escarchado, nombre que ha terminado prevaleciendo. Entonces se hacían confituras de batatas, berenjenas, pepinillos, tallos de lechuga, pimiento, calabaza, sandías, melones o de las piñas verdes de los pinares.
Arrope de calabaza en seco

Entre las golosinas se hacían Tablillas de frutas, verduras o flores. Troceadas se echaban en un almíbar ya preparado, que se volcaba sobre moldes dejándolos enfriar. Se conocen Tablillas de borrajas, violetas o cidras. Si el almíbar se llevaba a su último punto, se obtenían caramelos. Se echaba sobre un plato untado con el trozo de ingrediente que queríamos cubrir. Podían obtenerse de los mismos sabores que las ya vistas Tablillas.


Entre los helados, eran muy celebradas las aguas heladas de verduras. Las aguas, con la textura actual de un granizado flojo, mezclaban purés de frutas o verduras, así como infusiones de hierbas o especias, con nieve o agua helada puesta a congelar en unza garrapiñera. Se conocían aguas de hinojo verde, de pimpinela, de cilantro o de anís. Dentro de este grupo, también hay que incluir las horchatas, emulsiones de frutos secos o semillas machacadas, con azúcar añadido y diluidas en agua o leche. Con semillas de hortalizas como el melón, la calabaza o la sandía se elaboraban horchatas, hoy desaparecidas en España, pero aún consumidas en Latinoamérica, como el Occidente mexicano, donde se siguen preparando horchatas a partir de semillas de melón.

(Ponencia de Manuel Ruiz Torres en la mesa redonda celebrada en Conil dentro de lasa II Jornadas sobre la Huerta de Conil, el 2 de abril de 2012)

lunes, 26 de marzo de 2012

Programa "Paisajes y sabores", de Radio Exterior de España, sobre Cocina del Doce

Como indican en la página correspondiente de Radio Televisión Española, sobre el programa:
"En Paisajes y Sabores también celebramos el 200 aniversario de la Constitución de 1812, La Pepa, Y lo hacemos, como no podía ser de otra forma, de manera gastronómica. Con el menú que, desde mañana se puede degustar en el Hotel Westin Palace de Madrid, inspirado en las recetas tradicionales de aquella época. Platos como cabrito en salsa de naranja agria o capón relleno de navajas. Todos ellos extraídos del libro Las recetas gaditanas del Doce. Uno de sus autores, Manuel J. Ruiz Torres nos desvela los secretos de este libro y sus recetas."

A continuación puede oírse el audio del programa Paisajes y sabores, de Radio Exterior de España, dedicado a la cocina gaditana del Doce, emitido el pasado 21 de marzo. La entrevista comienza en el minuto 15.29.

domingo, 25 de marzo de 2012

DULCES DE CUARESMA EN EL CÁDIZ DE SU CONSTITUCIÓN

Frente a las cumplidas restricciones de alimentos marcadas por la Iglesia Católica para la Cuaresma, ya muy suavizadas en aquellos primeros años del siglo XIX, la misma norma canónica admitía relajaciones que la hicieran más llevadera. Mientras era estricta la vigilancia de los excesos vigorizantes que debía provocar el consumo de carne, la religión fue siempre más permisiva con la evanescente sensualidad de los dulces. Las dos más importantes licencias para comer en días de ayuno incluían alimentos dulces. La parvedad permitía añadir una onza de pan a la irrenunciable taza de chocolate con la que se comenzaba el día. Y, por la noche, la colación permitía cambiar la extendida costumbre de cenar unas verduras cocidas por su equivalente en frutos secos y frescos o, aún más goloso, sustituirlas por dulces secos. Por Cuaresma era habitual comer una mezcla de frutos secos conocida como “los cuatro mendicantes”, en recuerdo al color de los vestidos de las órdenes de frailes y sorelas que vivían de pedir limosna: uvas pasas por los dominicos, higos secos por los franciscanos, avellanas por los agustinos y almendras por los carmelitas. Como dulces secos se conocían las frutas, así como algunas hortalizas (berenjenas, calabaza o tallos de lechuga) o incluso flores, como la de azahar, que se confitaban en un almíbar y, después, escurridas, se ponían a secar, al aire o en estufa. Si se mantenían en el almíbar se conocían como dulces en líquido.
Calabaza en seco en arrope

Junto al empleo de estos dulces como alivio del ayuno, la Cuaresma se asociaba tradicionalmente a otros dulces que tuvieron, en su origen, un sentido religioso. No ha de extrañar que algunos de estos dulces (roscos y pestiños) se consumieran tanto en Navidad como en Semana Santa. Celebraban el mismo sentido de religiosidad tradicional de la Pascua, es decir Paso. Entonces la liturgia católica consideraba cuatro días del año como Pascua: la Navidad, la Epifanía, la Pascua de Resurrección (o Pascua Florida, la única que aún mantiene este nombre) y Pentecostés. En ellas se consumían frutas de sartén, más relacionadas con la Pascua judía que con la cristiana. Para los judíos estaba prohibido comer, en esa fecha, alimentos de cereales fermentados. Que los sustituían por estos dulces fritos de harina, en una costumbre que asume, a su vez, los antiguos dulces paganos, de trigo y miel, con los que, griegos y romanos, celebraban las pasadas cosechas al llegar el solsticio de invierno.
Gañotes

De la diversidad alcanzada por esas masas fritas nos da idea la descripción que, en su novela Lágrimas, hace Cecilia Böhl de Faber y Larrea, Fernán Caballero, quien desde muy niña vivió en Cádiz con su madre, Frasquita Larrea: “…siguieron otros cuatro de masa frita. Eran estas rechonchos pestiños amasados con vino duro; las rosas, cuya ligera masa casi toda se compone de huevo. Las hojuelas salpicadas de gragea [entonces, semillas de anís cubiertas de pasta de azúcar] abigarrada, cual si sobre ella hubiese caído una menuda lluvia de color, y las robustas torrijas”.

 Torrijas de manzanas camuesas

El gran plato de la Cuaresma eran las Torrijas. Ya aparecen en los recetarios de Hernández de Macera (1607) y en el de Martínez Montiño (1611), tan importante aún en aquel Cádiz Constitucional. Un plato cuaresmal que sólo era posible en España y Portugal donde existían Bulas para poder comer, a diferencia del resto de países católicos, lacticinios (mantequilla y queso), leche y huevos. Con esos ingredientes se preparaba una sopa dulce de torrijas, guarnecida con huevos y queso. Las torrijas llegaron a ser tan exquisitamente complejas, como la que bañaba en miel un pan que había que elaborar previamente a partir de manzanas camuesas y almendras. Las torrijas, además, ya anuncian el final de ese periodo de sacrificios. En su versión sefardí se conocían como “rebanadas de parida”. Y, así, se recomendaban como alimento para las mujeres que dieran a luz. Es decir, lo mismo que, continuando los cultos más ancestrales, celebra el Domingo de Resurrección. Dulces para, terminados los tiempos de penitencia, celebrar la esperanzada renovación de la vida.

Manuel J. Ruiz Torres

Artículo publicado en el núm. 2 de la revista digital El Fogón de la Perla Gris dedicado a Placeres de Semana Santa, dirigida por el gaditano Alberto de la Torre.

miércoles, 21 de diciembre de 2011

LA MESA NAVIDEÑA EN TIEMPOS DE LA CONSTITUCIÓN DE CÁDIZ

El banquete siempre ha servido para expresar la alegría popular con la que se reciben las fiestas de la Navidad. Está en el mismo origen de la fecha, que la Iglesia Católica hizo coincidir con las exuberantes fiestas paganas que celebraban el solsticio de invierno, donde triunfa el Sol y los días vuelven a alargarse. Esa alegría por sobrevivir un año más se celebraba con abundancia. En su lejano precedente pagano, ya se comían las tortas y dulces de trigo, considerado entonces un regalo de los dioses, a los que se honraba con esa ofrenda, endulzadas con miel, azúcar, anís o pasas. Estos dulces, mejorados luego por las reposterías judía y musulmana, siguen presentes en la fiesta.
                                                                                                                                                    (Gañotes)

Ese vitalismo originario fue, a su vez, asumido y limitado por la Iglesia Católica a lo largo de los siglos. En los años de la elaboración de la Constitución de Cádiz de 1812, la víspera de la Navidad, esto es, la Nochebuena, era día de ayuno y de abstinencia de carne. Sólo estaba permitida una pequeña ingestión de comida, la colación, una ligerísima cena que, por ser en fecha tan especial, se permitía de doble cantidad que las del resto del año canónico. Es decir, entre ocho y doce onzas [227 y 340 gramos]. En diversos prontuarios católicos se aclara qué alimentos estaban permitidos esa noche. Por ejemplo, este Prontuario de Teología Moral, de Francisco Lárraga, de 1814:

“se puede hacer colación con pan, o hierbas, higos, almendras, manzanas u otras frutas, o conservas, y dulces secos (…). También son materia de colación las lechugas, acelgas, calabaza, escarola, cardo, nabos, remolachas y otras cosas semejantes, aunque lleven algún condimento”.

La tradición de la lombarda, el cardo o la sopa de coliflores, que pueden parecer extrañas en el lujo de la mesa de Nochebuena actual, donde ya no existe ninguna prohibición religiosa, tiene este origen tradicional.
(Cardo en salsilla de piñones)

Aunque no hay datos sobre el cumplimiento de este ayuno, debió ser importante. Como la asistencia a la misa del gallo, la primera de las tres misas con las que se celebraba la Navidad, en la medianoche. Allí se llevaba un pan a bendecir, otra costumbre pagana, para proteger a la familia el resto del año. Algunos harían una recena, al volver de las iglesias, y antes de asistir a la segunda misa, al alba. Fernán Caballero, hija de la gaditana Frasquita Larrea, diría de uno de sus personajes que tenía “la cara más larga que la noche de Navidad”. Ya debieron darse, también, los que no seguían la norma y preferían los excesos. Como los que se cuentan en el sainete de Sebastián Vázquez El hambriento de Nochebuena. Allí encontramos una lustrosa relación de platos para celebrarlo: pavos, capones –incluso rellenos de ostiones-, besugos, sopas reales –guarnecidas con dulces y confites-, pastelones de pollo o gazapos, gallinas, perdices, zorzales. Carnes rara vez asadas, salvo contratarlo con las panaderías.

(Capón relleno de ostiones)

Este banquete era más habitual durante el día de Navidad. Tres serían los grandes productos de entonces. La perdiz, como el plato que ese día se daba a los acólitos del seminario de Valencia; en pebre, o fritas en manteca y ajo. El cordero merino, en caldereta, de uno o dos meses de crianza, aprovechando el descaste de rebaños, una rareza el resto del año en que se prefería carnero. Y, sobre todo, el pavo, animal emblemático que concretaba las hambrunas del momento. El mismo que viniera a darle las pascuas a un personaje de un sainete del gaditano González del Castillo y acabara en su plato. O que, en otra de sus obras, daba para merendar tres siglos. Altamiras lo asa con lechugas y cardo, espolvoreado de canela.

(Mazapanes de rosas y yemas caramelizadas)

Se terminaba, como ahora mucho después, con turrón de Alicante, pestiños, gañotes, jaleas, mazapán de rosas, bizcochos empapados en vino, camuesas, uvas de Ohanez, acitrón, tortas de natilla, compotas de frutos secos y las muchas golosinas de aquella cocina que, rendida a lo dulce, presentaba en las mesas azúcar y canela para sazonar los platos.

Todas las recetas fotografiadas han sido investigadas y realizadas por Mercedes López y Carlos Goicoechea, profesores de la Escuela de Hostelería "I.P. Fernando Quiñones", de Cádiz. Están incluídas en el libro Las Recetas Gaditanas del Doce.

Este artículo se ha publicado en la nueva revista gastronómica El Fogón de la Perla Gris (Especial Navidades)

martes, 6 de diciembre de 2011

Precedentes del Pan de Cádiz, el pan mezclado con hechizos

Se conoce el momento de la creación del muy extendido pan de Cádiz. Es una invención, en los años cincuenta del pasado siglo XX, del pastelero Antonio Valls Garrido, propietario entonces de la antigua Pastelería Viena, en la esquina de las calles San Miguel y Novena, donde ya había trabajado como encargado su abuelo, Antonio Valls, treinta años antes. Su creación consistió en un mazapán relleno con forma de cofre, lo que ya sugería un interior repleto de tesoros, que el pastelero ordenó en sucesivas capas. Estas pueden formarse de frutas escarchadas, dulce de yema, cabello de ángel y crema de batatas. El dulce no siempre lleva esa composición y, desde entonces, admite variantes y creaciones personales, escondidas siempre sus sorpresas bajo ese continente de mazapán horneado, lo que hace más exacta su denominación de pan frente a la de turrón de Cádiz, como también se le conoce.

Pero, como ocurre en todas las creaciones, ese descubrimiento personal fue fruto de la tradición y de la larga historia de la pastelería en la ciudad. Vamos a tratar de hacer ese recorrido que lleva a la receta actual, desde dulces muy antiguos, herederos a su vez de distintos dulces de ofrendas, con un sentido mágico o religioso, como las tortas de miel y almendras en honor a los dioses griegos o el martius pane, el mazapán de los primeros cristianos.

Una leyenda atribuye su primera invención a los excedentes de almendras almacenados en el Palacio de la Aduana de Cádiz, pendientes de su exportación, cuando la ciudad es sitiada por las tropas napoleónicas. Continúa la misma que, ante la carencia de harina de trigo, se las ingeniaron entonces para fabricar pan con esas almendras molidas. Aunque es bien hermoso este reconocimiento a la inventiva popular en tiempos de crisis, ni hay noticias de ese excedente, ni hubo tal carencia extrema de trigo ni, de tener que sustituirlo con algo, se hubiese empleado un ingrediente tan caro. Valga, a efectos de situar esta leyenda en su lugar correspondiente, el siempre imprescindible imaginario común, dos hechos contrastados. Por un lado, un Edicto municipal de febrero de 1810, a los pocos días de iniciarse el asedio, que aclara que se ha facilitado desde el Pósito “cuanto trigo han pedido los panaderos, y dándoles además el número de barriles de harina para amasijos extraordinarios que se llaman redobles, con cuya providencia ha abundado siempre tan precioso alimento”. El pan faltó, en esos primeros días, porque la población acaparó el que se hizo por miedo a la incertidumbre de la guerra, no porque no se fabricase. El otro dato es el precio de un producto y otro. En un Arancel de precios encontrado en el Archivo de San Fernando, ese mismo febrero de 1810, la libra de almendras sin cáscara –por tanto, sin el sobreprecio de molerla- cuesta 36 cuartos, tres veces más que la harina de trigo, a 12 cuartos. En ese primer momento, el pan de trigo costaba 24 cuartos; con la misma proporción, el de almendras hubiese costado 72 cuartos, doce más que lo que ganaba al día el obrero mejor pagado. De hecho, cuando el de trigo alcanzó, meses más tarde, el precio de 46 cuartos, el municipio ordenó bajarlo para evitar conflictos sociales. Es inverosímil que se empleara un producto más caro para sustituir a otro que, además, no escaseaba.

Los precedentes del pan de Cádiz hay que buscarlos antes. Pero, para situarnos en el mismo periodo del asedio, ya existía entonces un dulce que combinaba dos de los ingredientes más señalados de la actual receta y que, no menos importante, se horneaba, a diferencia de otras pastas de mazapán, cocidas en perol. Encontramos unos “Bollitos de mazapán y frutas” en el Recetario de cocina del Bachiller Miralo, un Cuaderno manuscrito de recetas que se recopilan en 1811, en Ronda, entonces en la Prefectura del Guadalete, provincia del gobierno afrancesado donde, al menos teóricamente, estaba Cádiz. La reproduzco tal como aparece en el manuscrito:

“A un azumbre de miel puesta en punto se echan unas gotas en un plato de agua, y así que uñan blandito al tacto se le echa media onza de canela, una cuartilla de clavos, otra de pimienta, una taza de matalahúga, ajonjolí dos tazas, medio almud entre almendras y nueces tostadas y picadas, con un poco molida, medio al almud de cochío. Las especies tostadas y molidas se le echan desde el principio y así que está en punto se quita de la candela y se le echa la fruta y luego el cochío, después un par de ambosadas de harina para unirla y en el suelo del lebrillo también harina y se tortea, y hechos los bollos se almibaran grueso y mojados se emborrizan con azúcar y canela”.

Esta receta, en muchos momentos ininteligible, fue investigada y probada, completando y aclarando lo que de confuso tiene, por los profesores de la Escuela de Hostelería “Fernando Quiñones”, de Cádiz, Mercedes López y Carlos Goicoechea. La reproduzca tal como la publicamos en nuestro libro conjunto Las recetas gaditanas del Doce:

“Ingredientes: 125 gr. de miel,  medio vaso de agua, una ramita de canela, 2 clavos, una cucharadita de matalahúva, una cucharadita de ajonjolí, 2 granos de pimienta, 100 gr. de almendras, 100 gr. de avellanas, 100 gr. de nueces, 100 gr. de harina, 75 gr. de fruta escarchada picada, azúcar y canela para emborrizar.
Elaboración: Poner la miel y el agua a calentar junto con las especias y dejar infusionando unos cinco minutos para que tome sabor, apartar y dejar enfriar. Tostar en una sartén o en el horno a 175 ºC las almendras y las avellanas hasta que queden uniformemente doradas, esperar a que pierdan temperatura  y triturar junto con las nueces. Mezclar la harina con los frutos secos molidos y la fruta escarchada. Colar la miel y añadirla a la mezcla anterior, removiendo bien hasta obtener una pasta homogénea. Realizar pequeñas bolitas y hornear unos cinco minutos en el horno previamente calentado a 180 ºC. Pasar, en caliente, por el azúcar mezclado con la canela. Dejar enfriar, colocar en cápsulas de papel o  de aluminio y servir.”


Aún cuando este precedente especiado de pan de Cádiz emplea miel en lugar de azúcar al mezclarse con la almendra, en una combinación más propia de los turrones, debemos considerarlo, por su textura, dentro de la tradición de los mazapanes rellenos. Antes aún, en el gran recetario que revolucionaría la elaboración de dulces de la época, el Arte de Repostería, de Juan de la Mata, publicado por primera vez en 1747, sólo aparece un mazapán relleno en el capítulo dedicado a estos dulces. En el resto de recetas, los distintos sabores –azahar, limón, canela, chocolate- se consiguen añadiéndolos, molidos, en la preparación del mismo mazapán. Sólo el llamado mazapán doble o forrado lleva un relleno de mermelada dentro, oculto, “de modo que la masa quede de parte afuera, sin mezcla de la mermelada; y la mermelada de parte de adentro, sin mezcla de la masa”.

En el Diccionario de la Academia Española, de 1826, ya se llama “pastelillo” a una “especie de dulce hecho de masa de mazapán, u otra muy delicada, relleno de conservas”. Esa exacta definición ya la encontrábamos en el Diccionario de la Lengua española de 1770, referida al “bollo maimón”, incluido dentro de los bollos, o “panecillos amasados con diferentes cosas”. Este bollo maimón ya aparecía, con la misma definición, en el primer diccionario editado por la Real Academia Española, el Diccionario de Autoridades, de 1726. Pero, además, recogía ahí la vieja definición de Covarrubias, para el que el bollo maimón era “el pan mezclado con hechizos, para obligar a una persona a que ame a otra; como se suele hacer con los que se llaman bebedizos”.

Se aprovechaba para estos rellenos la facilidad con la que la pasta de mazapán podía labrarse. En el cuaderno manuscrito con el que el confitero oscense Joaquín Gacén anotó sus conocimientos, entre los años 1804 y 1807, para servir de memoria y ayuda a los profesionales de su gremio, ya se recoge darle la forma de caja al mazapán para contener su relleno:

“cortarás unos suelecillos de niebla y a cada uno le pondrás su suelo y si estuviese la pasta muy dura que no quisiese apegarse a la niebla la humedecerás con una gota de agua y con eso apegará y abrirás los pastelillos con el dedo y para que no se apegue lo pondrás mayor y lo irás alrededor haciendo delgado de manera que ha de quedar hueco y los rellenarás con yema o tallos de calabaza o lo que te pareciere como se aclaró y el relleno no ha de estar más alto que se vean las paredes y tendrás unos bocadillos de aquella pasta para taparlos que será como una almendra y habiéndolos tapado unirás esta pasta con la pared del pastelillo haciéndole delgado con las manos húmedas, lo picarás haciendo unos poquitos como en los pasteles, los pondrás en una tabla, empapelada por encima, y los llevarás al horno”.

En el primer libro de cocina publicado en España traducido del francés, por Agustín Pérez Zaragoza Godinez, en 1825, La Nueva cocinera económica y el repostero famoso amigo de los golosos, se dan recetas para colorear esta pasta y moldear figuras de mazapán con la forma de salchichones, jamones, chorizos, salchichas y muy variadas frutas. Pero son sólo sugerencias. Como se dice en el mismo libro: “Esta pasta es fina y no está destinada sino para cosas finas (…) se hacen, pues, con esta pasta de mazapán una infinidad de confituras, y vamos a explicar alguna, pues los artistas ingeniosos tendrán bastante con estos modelos para hacer otras muchas”.

Con el tiempo, el relleno de aquellos bollos maimones ganó en complejidad, admitiendo, en su interior, “conservas” más elaboradas. En El Confitero moderno, de José Maillet, de 1851, se enumeran, además de distintas mermeladas, como las que se escondían en el mazapán forrado de Juan de la Mata, otras posibilidades: puré de patatas de Málaga (batatas) cocidas, castañas en almíbar de bola y glaseadas, cabello de ángel, pastas de albaricoque o membrillo, o frutas confitadas en almíbar, secas y cristalizadas.

Esta tradición llegó a Antonio Valls, uno de esos artistas ingeniosos que acertó a darle al dulce una cobertura que engrandecía de misterio la sorpresa de su relleno. Como los baúles que acompañaban las largas travesías de los barcos de la Trasatlántica que partían de Cádiz, como los cofres que guardaban objetos de valor, como los arcones donde se custodiaba el ajuar de los antepasados. La receta del pan de Cádiz se hizo única cuando el mazapán recuperó su primitiva invocación al hechizo.

Manuel J. Ruiz Torres

sábado, 3 de diciembre de 2011

Cocina en conventos y monasterios a principios del siglo XIX

Dentro de su programa de recuperación de la cocina de Cádiz en los años de la elaboración de la Constitución de Cádiz, el Departamento de "Gastronomía de 1812" de la Escuela de Hostelería "Fernando Quiñones" elaboró, el 1 de diciembre, como sesión de clases prácticas para sus alumnos, abierta al público, un menú utilizando recetas de dos de los principales recetarios conventuales de la época, el Nuevo Arte de Cocina, de Juan Altamiras, y el anónimo La cocina de los jesuitas.

Como aperitivos se sirvieron unos Buñuelitos de queso fresco y unas Cebollitas rellenas de lechuga:
Este tipo de buñuelos, que en el libro de Altamiras también se rellenaban de pescado o de trozos menudos de pierna de carnero, ya aparece en el recetario de cocina renacentista de Rupert de Nola, como almojábanas o, por la forma de pelota o naranja como se freía la masa, llamadas también toronjas de Xátiva. Solían comerse enmielados.

Para hacer la receta conventual de las cebollas rellenas, la profesora Mercedes López, directora del citado Departamento de "Gastronomía de 1812", ha escogido cebollitas francesas, que por su pequeño tamaño, permiten presentar el plato como un aperitivo. En la época se realizaba con cebollas grandes y, además de la versión salada del plato, existía otra en dulce, sin especias y rellena de una salsa de piñones o avellanas. En la que ofreció la Escuela, las cebollitas venían rellenas de un refrito del corazón de las propias cebollas, con lechuga picada, perejil e hierbabuena. Ligada esa mezcla con huevos batidos, queso y algo de pan rallado.

Se terminaron las aperitivos con unas Setas de monte con avellanas:
Aunque tenga la apariencia de una sopa actual, no era tal, sino sólo resultado de la generosidad con la que, entonces, se cubrían de salsa muchas preparaciones. Eso, incluso, a pesar de que la modernización que supuso aquella cocina ya las redujo considerablemente. El consumo de setas silvestres no era mayoritario pero sí significativo en comunidades rurales. Curiosamente, las criadillas de tierra o trufas blancas, que en la Corte ya tenían la consideración de gran manjar, recibían en los conventos la misma preparación que las papas.

En la receta, las setas se rehogan con cebolla, y se cubren con una salsa de avellanas, que solía consistir en un majado de las mismas con un tostón de pan remojado, desleído con agua, y puesto todo a hervir. Añadida a las setas se terminaba de aderezar con perejil, hierbabuena y pimienta.

Siguió un Burete de la Orden de nuestro Padre San Francisco, que es como recuerda Raimundo Gómez, el franciscano que firmaba como Juan Altamiras, la Orden a la que pertenecía.
Como solía ocurrir con otras muchas recetas, existían dos versiones del plato, según se comiera en días donde hubiese que cumplir la abstinencia católica de carne, o no. En ambos, el caldo de fondo es un hervido de verduras que, cuando estaba permitida la carne, llevaba además trozos de livianos, la asadura blanca o pulmón de res.

En el menú se presentó la versión para "días de pescado", en el que el caldo de fondo es un hervido de pencas de acelgas al que, en la receta publicada, se añaden lechugas y acederas. En nuestro caso, se optó por otras verduras: zanahorias y espinacas; como también ocurría en aquella alimentación, basicamente de oportunidades. Como se hacía entonces, se le añade un huevo que escalfa en el caldo.

Para Emilia Pardo Bazán ese burete "pertenece al subgénero de las escudellas o potajes", asimilándolo al bodrio, plato usado por los antiguos espartanos para inculcar a los niños la sobriedad.

Siguieron unas Truchas en guisado:


La trucha se freía en aceite o manteca y se cubrían de una salsa hecha con un majado de verduras -lechuga, acederas, perejil, hierbabuena- con pan remojado, desleído con azúcar y vinagre y y puesto a cocer al fuego.

Se ha optado, en este caso, por modernizar el plato, eliminándose el carácter agridulce. La salsa de pan y la de verduras -en este caso, de perejil- se presentan aparte, como fondos del plato. Se acompaña con una guarnición de avena en grano, preparada como una escudilla de farro. Una muy antigua receta en la que el cereal -normalmente, el mismo farro, pero también cebada u otros-, medio molido se cuece en un caldo de carne, espesado con algunas almendras machacadas.

Terminaron los platos salados con unos Ánades con membrillo:
Las Ánades comprenden diversas aves acuáticas, entre las que patos y gansos eran ya entonces los más consumidos. Era habitual que se criaran, domesticados, en los patios y azoteas de aquel Cádiz de principios del XIX, puerta marítima de América, quizás porque su consumo también había desplazado, en las largas travesías por mar, al de las gallinas, que morían al poco de embarcar. 

En la receta conventual se asaban estos patos con lonchas de tocino, y se les añadía la salsa de membrillos elaborada aparte. Para esta salsa, se fríen rebanadas de membrillo y se rehogan, luego, con cebollas. Este refrito se sazonaba con especias al gusto, pero sin faltar la canela, y se cubría de vino, vinagre y caldo.

Como postre, se presentaron Trocitos de cielo y Torrijas de 1870:
Los Trocitos de Cielo eran un pastelito etéreo, como una mousse, que terminaba en un tocino de cielo, dulce atribuido a las monjas del convento jerezano del Espíritu Santo que, en el siglo XIV, eran depositarias de las yemas sobrantes de la clarificación del vino. Venían con una teja de almendras.
Suficientemente conocidas son, también, las torrijas. La primera cita conocida de las mismas está, en el siglo XV, en un villancico de Juan de la Encina: "En cantares nuevos / Gocen sus orejas / Miel e muchos huevos / Para hacer torrejas".

Con el café, trajeron unas Falsas trufas de Fray Angélico:

Trufas de chocolate aromatizadas con el célebre licor de avellanas e hierbas, creado en Italia durante el siglo XVII.

miércoles, 24 de febrero de 2010

DE TAPAS POR EL CÁDIZ DEL DOCE





Por Mabel Caballero. LA VOZ DE CÁDIZ

La ciudad vivió el esplendor de la transición de la cocina barroca a la moderna

Quien crea que las rutas del tapeo son un invento reciente, de algún creativo publicitario para promocionar el 'Spain is different', está muy equivocado. En Cádiz se tapeaba, incluso cuando los franceses lanzaban bombas desde el otro lado de la Bahía. La ciudad vivía sitiada pero como nunca se produjo el desabastecimiento, había momentos para echarle arte e imaginación a los guisos.

La Oficina del Bicentenario de la Diputación de Cádiz ha puesto el empeño en recuperar esa rica tradición gastronómica y el año pasado organizó una ruta de tapas de la época que tuvo un gran éxito. La bautizada como 'Senda de las Maritatas', en la que colaboraron varios locales de hostelería de la ciudad ofreciendo platillos y diferentes pinchos, vivirá este año una nueva edición, a partir del próximo mes de marzo.

Una de las personas que más ha estudiado la cocina de ese principio del siglo XIX es Manuel Ruiz Torres. Autor de un libro sobre este mismo asunto, el escritor sigue empeñado en rescatar anécdotas, datos y recetas de la época.

Mezcla de sabores
En su opinión, aquella era una cocina de transición, entre lo barroco -que tan bien se sintetizaba en el recetario de Francisco Martínez Montiño Arte de Cocina y lo moderno, que tiene también su autor de cabecera: Juan Altamiras, con Nuevo Arte de Cocina. El primer libro se editó ininterrumpidamente desde 1611 hasta 1823 y hacía apología de una cocina exagerada en la que era lícita la mezcla de sabores y en la que estaba muy presente lo dulce.

El volumen de Altamiras, en cambio viene a preconizar una comida más sencilla, que aligera los platos, quitándole ingredientes y abaratando la alimentación, sobre todo, por una necesidad de controlar el gasto. Se editó por primera vez en 1745 y fue el estilo que se impuso a la postre. A partir de la segunda década, lo que se aplica es la cocina con raíces y surge también la regional.





Habichuelas con castañas. Según el Restaurante Macarena (San Fernando)

Pero en el Doce aún convivían ambas en una ciudad, Cádiz, que era la tercera en importancia de España. Una capital cosmopolita, que albergaba a las élites culturales y económicas pero también a una enorme masa de pobres analfabetos cuyos salarios estaban congelados desde hacía décadas. Y donde, desde luego, no había clase media.

Los burgueses se distinguían de la clase baja no sólo en lo que comían sino en las horas. Antonio Alcalá Galiano cuenta en sus memorias que a las tres de la tarde, al oír las campanas de la parroquia de San Antonio, el gentío de 'ociosos' se dispersaba para ir a comer « yéndose todos en busca de lo que lo general de españoles llama la puchera, y a que dan los andaluces por nombre la olla; pero sin añadirle el epíteto de podrida, que sólo a ciertas ollas cuadra». Los pobres, sin embargo, vinculaban sus comidas al ritmo de trabajo. El desayuno, por ejemplo, se parecía al almuerzo rural. Un obrero o artesano podía ingerir tras levantarse vino tinto con huevos fritos y después llegaba la comida, sobre la una de la tarde. El burgués en cambio desayunaba chocolate (porque el café era más bien una bebida social y minoritaria).

Sin embargo sí hay un punto de confluencia entre ambas clases sociales, porque poco a poco se va descubriendo el valor de lo tradicional en todas las facetas, también en la cocina. Así, a pobres y ricos les gustaba el pescado frito (había varias freidurías en la ciudad), los pucheros y las menestras (los potajes actuales).

Y en Cádiz se comía bien, porque como se sabe, la ciudad no sufrió desabastecimiento, al tener puerto. Existía además una comida informal, de relaciones públicas, que se tomaba en las tabernas y las tiendas de montañeses. Se picaba como ahora, chacinas y quesos y el gusto por el picoteo (las tapas actuales) abarcaba tanto lo salado como lo dulce. Y de eso sí estaba abastecida la ciudad: había confiterías en cada uno de los barrios.

Los mesones y las fondas
También eran habituales los negocios de comida preparada: tiendas que vendían los platos ya cocinados para los que salían del trabajo. En algunos casos, incluso, estaban especializados, como el de las menuderías. «Había muchas fondas o mesones que lo ofrecían», cuenta Ruiz Torres.

Se comía a la carta o en mesa redonda (los menús) o incluso, había servicio de 'catering', porque los mozos lo llevaban hasta la casa. Para los banquetes, incluso, se podía contratar no sólo la comida, sino el alquiler del mobiliario y la vajilla.

No había crítica gastronómica aún pero sí anuncios de los diferentes precios o especialidades. Haciendo un somero repaso, cualquier diría que estaba todo inventado. Todo. Hasta el gazpacho. «Existía uno blanco, que viene de la época de los romanos, que se hacía con ajo, aceite y vinagre y al que después se le añadirá el pan y la cebolla», explica Manuel Ruiz. Y mucho antes de que se llegara a aceptar el uso del tomate, el gazpacho se hacía de pimiento y de anchoa e incluso, de lomos de sardina. En fin, en 1812 no había hidrógeno líquido, ni emulsiones de ostra, pero tampoco era necesario esperar dos años para darse un festín gastronómico.

Artículo publicado en "La Voz de Cádiz" el 22 de febrero de 2010

sábado, 6 de febrero de 2010

EL DULCE PALADAR DE LA REGENCIA

por M. Llebrez y A. Rivera


Papuecas fritas espolvoreadas con azúcar glas y canela molida. A los ojos, una especie de tortillita de camarones, pero sin camarones, y con un intenso dulzor. Pestiños con matalahúva, vino y naranja fritos con aceite de oliva virgen extra bañados en miel de abeja y emborrachados de azúcar y roscos fritos bañados también en abundante aceite virgen. Porque el aceite era uno de los principales ingredientes que componían los denominados frutos de sartén, dulces que se comían en los desayunos de gala que realizara la clase burguesa hace dos siglos, porque en ese tiempo, las celebraciones se festejaban en los desayunos. Así, ayer como entonces, había algo que celebrar.

Porque ayer, 29 de enero, se cumplieron 200 años de la aprobación de una serie de documentos clave en el desarrollo de la convocatoria a Cortes. Se firmó el último decreto de la Junta Central sobre la celebración de Las Cortes, se comunicó el último edicto de la Suprema Junta Central, se aprobó el proyecto de reglamento y juramento de la Suprema Regencia y se firmó el decreto para el nombramiento de los integrantes de esta regencia. Unos pasos decisivos en el traspaso de poderes desde la Junta Central –denostada por la mala situación que se vivía en España- hacia la Regencia, convirtiéndose en responsable de la resurrección de un país asediado por los franceses y en principales artífices de la nueva Constitución.








Pepe Oneto, cocinero y gastrónomo






Por eso, en el hotel AC Salymar el alcalde de San Fernando, Manuel de Bernardo, acompañado de otros concejales y medios de comunicación, celebraba este aniversario presentando la iniciativa Desayuno de Regencia, una propuesta culinaria ideada por el cocinero y gastrónomo Pepe Oneto, que precisamente ayer no pudo acudir a la cita por encontrarse en Madrid Fusión presentando uno de sus libros. Sobre una mesa, convenientemente dispuestos con sus respectivos carteles, estas exquisitas piezas de repostería fueron desapareciendo, una tras otra, victima del apetito de los comensales allí presentes. Unos dulces con unas características especiales. Así, por ejemplo, explicaba Oneto en una conversación telefónica posterior, su elaboración se basaba en el uso y abuso del aceite de oliva, porque por aquel entonces era un componente básico en la alimentación. Y también en la harina de trigo, escasa y valiosa, ya que las clases más bajas debían conformarse con la de arroz.

En cuanto al exceso de azúcar, por aquellos años era habitual que en las mesas se colocara, en recipientes semejantes a saleros, una mezcla de azúcar y canela. Y otro detalle, también presente ayer, era colocar sobre la mesa de desayuno aguardiente, además de leche y café aunque estos se tomaban por separado. Pero pocos se atrevieron a probar esta bebida espiritosa –aunque algún valiente hubo- en el transcurso de la presentación de una iniciativa que, tal como refirió De Bernardo, sirve de acicate turístico para incentivar la hostelería local y tiene también una función divulgativa, la de acercar al paladar del ciudadano los sabores de hace dos siglos. Este tipo de desayuno, además, estará presente en algunos de los eventos conmemorativos que se celebrarán a lo largo de este año, pero también el siguiente. Porque aún queda mucho por celebrar.

Artículo publicado en “Diario de Cádiz” el 30 de enero de 2010

jueves, 21 de enero de 2010

COCINA GADITANA DURANTE EL ASEDIO FRANCÉS

por Manuel J. Ruiz Torres


Esta cocina no era, por supuesto, la misma para todos. Coexistían en Cádiz una clase social muy rica e ilustrada, comerciantes y navieros que habían hecho sus fortunas negociando con América, y una amplia masa de jornaleros, que sólo cobraban por día trabajado, con sus salarios congelados desde finales del siglo XVIII. Había, pues, dos cocinas: una burguesa, de quienes eran capaces de leer los escasos recetarios de entonces, principalmente el de cocina barroca y cortesana de Martínez Montiño, de principios del XVII, y el más moderno del monje Altamiras, que proponía simplificar esos platos. Las clases populares hacían una cocina económica, cuando no de pura supervivencia.

El pan era la base de aquella comida. Con ese pan se elaboraban sopas que, en las clases pudientes, podían ser muy sofisticadas (con capón, hígado frito, pajaritos, huevos duros, longanizas) y, en las populares, un simple refrito de aceite, ajo y pimentón, cuando no hechas sólo con agua caliente. El gusto antiguo por lo dulce hacía que, todavía en esos años, se añadiera azúcar y canela a estas sopas. O a las chuletas.








Olla podrida












También variaban, salvo en el uso general de garbanzos, las Ollas, precedentes de los actuales cocidos. La burguesía seguía cocinando la Olla podrida, rica en toda clase de carnes de crianza y caza, mientras la mayoría elaboraba las llamadas Ollas simples, donde abundaban las hortalizas, cocinadas con tocino. Junto a éstas, comían también las menestras, potajes de legumbres con bacalao, tocino o simple aceite, que alimentaban diariamente a las tropas. Las papas, hasta entonces tan poco consumidas que el nombre de patata se reservaba para las batatas dulces, se popularizaron con la guerra y entraron en estas recetas.

Se comía la carne de animales ya crecidos en edad, o sin utilidad en su edad adulta, como los cabritos; también la carne seca en tasajo. En las azoteas y patios se criaban gallinas, patos y palomas. Las cigüeñas o gaviotas se consideraban carne de caza. Todas estas carnes se asaban -en parrillas o en el horno de un panadero-, se freían o se guisaban (en salmorejo, en pepitoria, estofadas). La abundancia de pescado fresco, además del popular bacalao, hacía que su consumo en Cádiz fuera más del triple que en otras partes de España, sin que disminuyera cuando la religión católica redujo considerablemente los días de abstinencia de carne. Aunque también se guisaba, la preparación más popular del pescado era frito. Ciento ocho bodegones y freidores había en el Cádiz de 1812, además de freírse en muchos puestos callejeros.




Sandía confitada








Pero la gran riqueza de aquella cocina es su repostería: frutas y verduras confitadas en dulce, panales, anises, tablillas de frutas o flores, pastillas de goma, caramelos, yemas, huevos moles, bizcochos, garapiñadas, alpisteras, sopas borrachas…Incluso los helados sobrevivieron al asedio: horchatas de pipas de melón, sorbetes de frutas, mantecados de chocolate. Esas confiterías se repartían por toda la ciudad sitiada, por barrios burgueses y obreros. Esa necesidad de endulzar la esperanza de acabar aquel encierro era, para todos, también una cuestión de supervivencia.

Artículo publicado en "Diario de Cádiz", el 16 de Enero de 2010. Como complemento al Capítulo 15 del "Diario inédito de un relator apócrifo", de Hilda Martín García.

jueves, 7 de enero de 2010

ALGUNAS PALABRAS DE LA COCINA DE PRINCIPIOS DEL XIX


El extremeño Bartomolé José Gallardo, liberal republicano, fue un personaje esencial en la cultura del siglo XIX, con importantes estudios sobre literatura española y sobre bibliografía. Bibliotecario de las Cortes de Cádiz, escribió su célebre Diccionario crítico burlesco en 1812, lo que le supuso la cárcel en el castillo de Santa Catalina, en esta misma ciudad. En una muestra de que la recién estrenada libertad de imprenta, siendo un avance importante, no garantizaba en absoluto la libertad de expresión ni de pensamiento. Estuvo, pues, encerrado en una ciudad encerrada. Y padeció luego el exilio en Londres, hasta su regreso en 1820, cuando el triunfo liberal restauró de nuevo, sólo durante tres años, la Constitución de Cádiz.

De su Diczionario. Apuntes, un manuscrito de 1820, editado en 1996 por Francisco Calero y Nieves Agraz (Badajoz, Unión de Bibliófilos Extremeños), extraemos algunas pocas palabras relacionadas con la gastronomía de la época. En su Diczionario, Gallardo define términos que completan o matizan la quinta edición del Diccionario de la Real Academia Española, de 1817. Sirvan para conocer mejor algo de aquella cocina.

Ajo blanco: las personas acomodadas suelen echar almendras para que sea más gustoso.
Ajo ermitaño: El que hace una cabeza un solo bulbo.
Artejo: cada uno de los lados llanos de las artesas donde se trabaja la masa para hacer el pan.
Caldereta: Guisado de carne de oveja por lo común, que hacen los pastores trashumantes, sin mas grasa que la que tiene la misma carne, ni otro aderezo que ajo, pimiento i sal, i cuya sopa es muy estimada por ellos.
Escaldadillo: cierta fruta de sartén que se compone de harina y aceite hirviendo con unos granos de anís, que frita y enmelada se usa en las frinziones [¿?]. También se llama pestiño.
Landrilla: la carne glandulosa de la cabeza y de otras partes del cuerpo de los cerdos.
Lavazas: El agua donde se mojan o lavan las manos cuando amasan las panaderas, i la que ha servido para lavar las artesas. En años de miseria suelen aprovecharlas los pobres para hacer gachas, puches ó polentas, pues tres nombres tienen las desdichadas.
Mixtura: llaman así a los chorizos que llevan mezcla de carne de vaca, venado, carnero ó macho cabrío, que suelen ser muy estimados para comerlos fiambres en los viajes, cacerías y funciones del campo.
Melón merendero: el melón pequeño que suele darse para parte de la comida (merienda) de los trabajadores del campo
Moraga: cualquier pedazo de carne de cerdo que el día de la matanza suele asar sobre las brasas para comérsele y beber.
Puelme: pimientos encarnados majados con sal que son excelentes para sazonar la cecina de cerdo.
Tajadillas: carne de cerdo, de vaca o de jabalí, adobada preparada para hacer chorizos.

lunes, 3 de agosto de 2009

La Pepa llega a la cocina de los restaurantes gaditanos

Cádiz 2012. Los hosteleros se preparan para la celebración

Muchos restauradores quieren aprovechar los actos de conmemoración del Bicentenario para incluir en sus cartas platos típicos de la época
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Los actos conmemorativos que tendrán lugar en 2012 con motivo del Bicentenario de la Pepa están cada vez más próximos. Esto se nota en todos los sectores de la vida diaria de la ciudad y cada vez se observa un mayor aumento de la publicidad sobre dicho tema. Los hosteleros gaditanos pretenden aprovechar el tirón y actualmente en algunos restaurantes se preparan menús con la temática de la época en la que aconteció la firma de dicha Constitución. En algunos casos se trata de platos elaborados de la misma forma que a principio del siglo XIX, en otros su relación es simplemente nominal, pero todos guardan relación con tan peculiar hecho histórico.



Eduardo, dueño de La Fondue, muestra la Carta con motivos alegóricos de las Cortes de Cádiz. (Fotografía Diario de Cádiz)


Un ejemplo de ello es el restaurante La Fondue, situado en el Paseo Marítimo, que ha dotado a su carta de un diseño basado en motivos gaditanos decimonónicos. Eduardo, el responsable de esta iniciativa, cuenta que su intención es dar a conocer que fue en Cádiz donde se proclamó la primera Constitución española. "Los turistas que vienen a comer en muchos casos no conocían este acontecimiento de la historia, y les gusta mucho informarse. Estamos llevando a cabo un auténtico acto de difusión".

En la portada aparece el conocido cuadro de Salvador Viniegra sobre La Pepa y en el interior comparten protagonismo fotos del Cádiz más actual (con el segundo puente como protagonista) y el más antiguo. Esta carta viene a sustituir a la anterior que ya tenía una vocación de guía turística. Eduardo afirma que conforme se acerquen los actos de conmemoración elaborarán platos típicos de hace dos siglos como la paniza y las torrijas.



Una de las paredes del Restaurante La Pepa, decorada con motivos gaditanos del siglo XIX. (Fotografia Diario de Cádiz)


En esa misma línea de actuación se encuentra la Arroceria la Pepa, que está involucrada en el Bicentenario de forma doble, ya que tanto el restaurante como la dueña se llaman Pepa. Ellos han elaborado un menú especial, con platos preparados como cuando las Cortes se encontraban reunidas en Cádiz y otros que hacen referencia a ellas pero que son de lo más actual. "Este menú consiste en una serie de platos relacionados con la época de la Constitución de 1812, prácticamente teníamos la obligación de sacarlos debido a nuestro nombre pero ahora estamos encantados porque esta teniendo mucho tirón" comenta Pepa Cueto, encarga de esta iniciativa.






El menú de la Arrocería La Pepa incluye platos preparados como en la época de la firma de la Constitución. (Fotografía Diario de Cádiz)









Sin ir más lejos su "Arroz 1812" consiguió el Primer Premio al mejor arroz en la VI edición de la Ruta Gastronómica "Cádiz la mar de Bueno". Su receta cuenta con almejas, huevas de merluza y chocos de trasmallo con ajito y perejil. También han querido homenajear a las "bombas de los fanfarrones" elaborando un plato basado en una receta antigua con arroz, queso y piñones, que cuenta con la peculiaridad de que dentro de cada una se oculta una sorpresa que puede ser jamón, bacalao o salmón. La "Tropa de Aliños" que son papas aliñás con diversos condimentos que simulan la diversidad de uniformes de los soldados que combatían en la capital gaditana en aquel entonces. También podemos encontrar el "Solomillo de Ternera al gabacho" o los "Boquerones tirititrán"

Pepa cuenta que en muchas ocasiones no han sido fieles a la receta original porque "nuestros paladares no están acostumbrados a los sabores de entonces, cuando las tripas eran algo común en la cocina". Estas iniciativas van empezar a ser comunes.

Artículo publicado en "Diario de Cádiz" el 2 de Agosto de 2009

domingo, 2 de agosto de 2009

LAS MARITATAS




Por Pedro Payán Sotomayor.



Ártículo publicado en su columna "Con Sabor", de Diario de Cádiz, el 27 de julio de 2009


Volvemos al campo de la gastronomía con un término que ha sido noticia en estos últimos días. Precisamente el pasado martes día 21 este Diario daba cumplida noticia de la entrega de galardones a los restaurantes destacados en la primera edición de la "Senda de las Maritatas", y en cuya iniciativa han participado cuarenta establecimientos de la Bahía gaditana. Pues hoy nos ocupamos de este término cuyo significado es "pequeños bocados". Ejemplo: "De entrada ponemos unas cuantas maritatas, ¿no?". Dice el Diccionario de la Academia, al que acudimos siempre en primer lugar, que tiene entre otros valores, lo de "trebejos, chismes, baratijas", también "bártulos", situando su uso en nuestra Andalucía, siempre en plural. Y el Vocabulario Andaluz, de Alcalá Venceslada, señala estos significados: "cosa enojosa", por una parte, y "trebejos, chismes, baratijas, que suelen estorbar" ("Toda esa maritata que hay en la cámara la sacáis la rellano").

Como puede comprobarse, todas estas acepciones de las dos fuentes consultadas no tienen nada que ver con los preparados típicos de nuestra cocina, por lo que la peculiar denominación gaditana es una ampliación al campo de la alimentación de la idea de "baratija" o de "cosa de poca importancia". Aunque, ¡vaya si la tiene para nuestro disfrute!.

Pedro Payán Sotomayor es profesor de Filología Románica de la Universidad de Cádiz. Autor del libro El Habla de Cádiz

domingo, 10 de mayo de 2009

Texto de la presentación del libro "Cocina y Gastronomía del Cádiz de las Cortes"



Manuel J. Ruiz Torres



Cuando hace cinco años, Antonio Rodríguez Cabañas me aprobó, con el apoyo académico del profesor Alberto Romero Ferrer, este proyecto que le había enviado Enrique del Álamo, después de ser rechazado por distintas oficinas que hoy pregonan su fe en el Doce, pero que entonces no jugaban a ese número, yo estaba convencido de que iba a escribir un libro fácil. Se trataba de revisar los recetarios de la época, adobarlos con alguna cita descabellada de uno de esos viajeros extranjeros que venían a Andalucía buscando una aventura africana con majas de navaja en la liga y, en fin, sazonar el producto con alguna anécdota sabrosa sobre lo tontos que eran esos franceses, que habiendo hecho la Revolución, que todavía tantos de nosotros tenemos pendiente, y habiendo conquistado Europa, se quedaron con las ganas de haber inventado ellos mismos la tortilla a la francesa. De hecho, podría decirse, y no dudo que habrá algún gastrónomo que termine diciéndolo, que aquél 25 de Agosto en el que los franceses recogieron sus cosas, dejándose los cañones para el disfrute de los gaditanos que, vestidos todos de piconera se anduvieron más de 15 kilómetros a pie para verlos, ese día histórico de la Liberación, se inventó también aquí la tortilla española de patatas, para mejor echar así el día de campo.

La lástima es que no encontré ningún recetario, sólo la certeza de que alguien robó el que escribieron los monjes Capuchinos y que, según cuenta Dionisio Pérez, hasta principios del siglo XX, estuvo en la biblioteca de la Facultad de Medicina de Cádiz. Y descubrí que la mayoría de lo que se da por cierto de aquella comida, incluso en páginas bicentenarias, no es más que fruto del ingenio de un humorista que se inventó la invención de la madre de todas las tortillas. Algo que los dos pueblos del asedio, que compiten por el gentilicio, le creyeron tan a pie juntillas que adornaron su broma con ocurrencias tales como un carromato lleno de huevos que se estrella, derramando su pringue de cáscaras y substancia por el suelo, y cómo a la ingeniosidad tan gaditana se le ocurrió, sobre la marcha, una forma de aprovechar esos huevos sucios de tierra, recogiéndolos del suelo, inventando allí mismo esa tortilla que es una ofensa a los franceses y que ahora soluciona tantas cenas. Dicho así, parece ciertamente poco creíble, pero eso me contaron, sin reírse ni avergonzarse, cuando pensé que una forma de abordar mi trabajo era la de preguntarle a la gente.


Así que me quedé sin pistas para mi libro, ya aprobado y con un plazo de entrega de un año, que los gestores de la Fundación Provincial de Cultura han tenido a bien irme prorrogando cada año. El libro no iba a ser tan fácil. Y comprendí que me había ocurrido lo peor que le puede pasar a un gastrónomo: iba a tener que trabajar para escribirlo. Como saben, un gastrónomo suele ser alguien que a leer un libro le llama investigar. Aunque, en otras ocasiones, es alguien que se cree obligado a pronunciarles a los demás una conferencia sobre lo que está a punto de comerse. Los demás, porque la mayoría de los demás suele ser gente prudente, le dejan distraerse con estas cosas, ciertamente más inofensivas que la pena de muerte, la esclavitud o el repudio de la propia esposa después de maltratarla de por vida, prácticas, por cierto, habituales entonces en aquel paraíso del primer liberalismo.

Yo ya había escrito, por entonces, siete libros y el que iba a ser mi octavo se complicó tanto que ahora es el décimo, adelantado por un ensayo y otra recopilación de cuentos. Lo que quiere decir dos cosas: aunque, en estos cinco años, la obsesión ha sido obsesiva, permítanme la simpleza, la dedicación ha sido la justa de cualquier escritor; es decir, la justa. La otra es que no deben preocuparse los amigos porque este cambio de género, que no de sexo, vaya a significar un abandono de la narrativa. Al contrario, ante la falta de un recetario de primera mano, me ha salido un libro tremendamente narrativo. No diré ficticio, para no confundirles o abaratar mi trabajo de búsqueda en archivos y bibliotecas, incluyendo alguna rareza en fuentes militares, pero sí que es un libro creativo. Después de cinco años de leer varios miles de panfletos, normas municipales, anuncios de prensa, aranceles, Actas Capitulares, Gacetas, Sainetes, memorias de soldados y cuanto papel o pdf pudiera incluir una de las piezas del rompecabezas más grande que hubiera reunido nunca, yo que no soy aficionado a esas composiciones salvo como pobre recurso poético para expresar la complejidad humana, tuve que montar ese puzzle. Aquí me di cuenta de que la Historia, como la poesía, la confesión o la política, es un género de ficción. Cierto que una ficción que intenta reproducir la realidad, tal como creemos que fue, y que debe emplear con nobleza materiales verdaderos, y no cuentos o leyendas, por muy hermosas que sean. Pero que, como tal ficción, no llega a estar terminada nunca del todo, pendiente de que aparezcan nuevos datos, nuevas piezas que encajen mejor en el dibujo que las que conseguimos encontrar antes. Y también es cierto que a estos libros de Historia se les exige una verosimilitud que no se suele cumplir en la vida real. Porque éste es un libro de Historia, o de historias cotidianas, aunque no esté escrito por un historiador, como don Ramón Solís, al que tanto le debe este trabajo, no era historiador sino doctor en Ciencias Políticas.


Para ordenar esas piezas, que tanto se parecen a los añicos de cerámica prehistórica que tiene que reconstruir en vasija mi amiga Esperanza Mata, he recurrido al oficio de escritor, que está obligado a que todo sea coherente y encaje en un discurso que nos explique mejor aquella época. Tengo que decir que, en esa colección, no todas las piezas eran igual de brillantes. Por ejemplo, los partes meteorológicos que revisé desde agosto de 1811, que han merecido un buen artículo de Hilda Martín, a mí, francamente, no me aportaron nada. Y mira que los seguí porque leí, en alguna parte, que se había venía padeciendo entonces, desde dos siglos antes, una pequeña Era Glacial, que disparó mi imaginación hacia un Cádiz de los igloos que, por supuesto, nunca existió. Otras piezas eran interesantes, pero pertenecían a otro puzzle, no a éste. Como cierto manuscrito de 1816 que describe el poder curativo de las aguas ferruginosas de Bornos. Es lo malo de trabajar con cierta minuciosidad. Como no encontré nada que relacionara el hallazgo de esas aguas y su consumo milagroso en el Cádiz de las Cortes, deseché incluir la cita en el libro. Cualquier otro gastrónomo como Dios manda hubiera montado toda una teoría conspirativa sobre el atentado al general Solano y una intoxicación generalizada de la población con aguas ferruginosas. O, mejor aún, sobre las excelencias de las lechugas de Cádiz, loadas ya por Columela, y que se debía sin duda (porque para un gastrónomo la duda, ofende) a esas aguas de hierro y no al estiércol con el que se cubrían las tierras areniscas de Puerta Tierra, como bien cuenta el conde de Maule.

Por supuesto, la mayoría de las piezas buenas terminaron encajando. Aunque algunas no he conseguido resolverlas en su completa importancia. Aún investigo la inquietante cesión que realizaba el Matadero de La Isla de León de los ojos de las vacas, junto a su paladar, al Diputado de la Cárcel de allí. No me atrevo a pensar qué tipo de guiso podría realizarse con ojos para los pobres de solemnidad que acabaran en prisión, porque el que tuviera para costeársela, le debían traer la comida desde su casa. Lo de acabar en prisión podía ocurrir por unas simples deudas o por expresar una opinión contraria al que mandase, cosa que, como ya deben saber, alivió enormemente la libertad de imprenta, que siguió mandando autores a la cárcel y censurando libros, pero sólo unas horas después de publicarlos en vez de unas horas antes.

Como quise encajar esas piezas dispersas, y de tamaños distintos, ya digo, como una narración, creo que, además de un libro de historia, me ha salido una especie de novela coral. En su lógica aparición, ahora hablando de los caldos curativos, ahora del marisqueo de burgaos en la playa de Santa María del Mar, los textos de algunos personajes históricos han terminado por convertirlos en personajes literarios. Hay dos que, por más despabilados, adquieren cierto protagonismo, Antonio Alcalá Galiano y Juan Ignacio González del Castillo. Aunque, ya digo, es una novela coral.



Antonio Alcalá Galiano



En este libro, el viajero Richard Twiss rememorará cómo conoció el gazpacho, con la misma esencia literaria con la que el viejo coronel de García Márquez rememora el lejano día en que descubrió el hielo. Sólo que el inglés tuvo que pasar su experiencia durmiendo en un baúl de una frutería de Los Barrios. Por aquí, el canónigo penitenciario de la Catedral de Cádiz, Cayetano María de Huarte, criticará los dulces exóticos llegados de América, los de hicacos o tamarindo, que se consumían aquí, como los mangos, muchos años antes que en el resto de España.

Por aquí, escucharemos al cascarrabias Cadalso quejarse de que todo se está afrancesando, incluso la comida. Que ya no se come Olla ni los domingos. Por aquí también, el Visitador General de la Orden de los Agustinos, ridiculizará en un poema la pepitoria. Esos platos que, tantas veces, sirvieron de metáfora política, fácilmente entendible para una población mayoritariamente analfabeta. De hecho, la simpleza con que ahora muchos presentan los problemas y sus soluciones (Para solucionar el paro, lo mejor es facilitar el despido, por ejemplo) tuvieron ya entonces, en aquel principio hermoso de la discusión de las ideas, que es el Cádiz de la Constitución, su nacimiento. Al pobre afrancesado se le decía berenjena, por la Orden que otorgaba José I, aunque después nadie les hacia ascos a una buena boronía de berenjenas con membrillos. Y es célebre la comida patriótica-alegórica que no deja títere sin cabeza, a base de crujir a todo el mundo reduciéndolos a ingredientes de una receta.


Por supuesto, no se esconde la crudeza de la guerra, la utilización del hambre como un arma para derrotar al enemigo. Cómo las tropas nacionales cañonearon un rebaño de ovejas que pasaban por Puerto Real, cómo las quejas por la falta de alimentos se consideraban simpatía con el francés y se penaba con la horca. Los salarios congelados que hacían inalcanzables para la mayoría esa riqueza de las provisiones, que nunca faltaron durante el asedio.

Pero el verdadero protagonista de toda esta novela colectiva es el pueblo llano de aquel Cádiz que, ganara quien ganara la guerra, iba a seguir por muchos años igual. Y como, a pesar de esta certeza, fue capaz de resistir, no tanto al francés como nos han contado, sino a las miserias de una vida sin grandes horizontes. Y cómo, a pesar de todas esas privaciones, del encierro, del estado de sitio, de las enfermedades, de los bombardeos para nada divertidos, no dejaron pasar el tiempo que les había tocado, un tiempo malo para cualquiera, sin renunciar a disfrutar en lo posible de la vida. Aunque, a veces, ese placer tuviera la maravillosa forma simple de un mantecado helado.


Van a pasar 200 años de todo aquello, casi los mismos años que tiene la palabra gastronomía, según la inventó un poema del francés Berchoux. Tuvo que terminar aquella guerra para que se tradujera por primera vez al castellano, en 1818. En una traducción donde se burlaba de esa gente que le dan importancia a un cocinero. Un año antes de esta edición, fue un diputado de las Cortes de Cádiz, Antonio de Capmany quien la incluyó por primera vez en un diccionario de francés-español, traduciéndola como “ciencia o tratado sobre el modo de comer regaladamente”. Yo he escrito reivindicando el sentido de ciencia que nunca debió dejar de tener la gastronomía. Y, por supuesto, a diferencia del primer traductor de esa obra, quiero defender no sólo la importancia de hablar civilizadamente de comida, sino también que el oficio de cocinero, de camarero, de personal de sala, de la hostelería en general, se merece el máximo respeto de quienes acudimos a ellos para que nos hagan, siquiera por un momento, algo más felices.