Frente a las cumplidas restricciones de alimentos marcadas por la Iglesia Católica para la Cuaresma, ya muy suavizadas en aquellos primeros años del siglo XIX, la misma norma canónica admitía relajaciones que la hicieran más llevadera. Mientras era estricta la vigilancia de los excesos vigorizantes que debía provocar el consumo de carne, la religión fue siempre más permisiva con la evanescente sensualidad de los dulces. Las dos más importantes licencias para comer en días de ayuno incluían alimentos dulces. La parvedad permitía añadir una onza de pan a la irrenunciable taza de chocolate con la que se comenzaba el día. Y, por la noche, la colación permitía cambiar la extendida costumbre de cenar unas verduras cocidas por su equivalente en frutos secos y frescos o, aún más goloso, sustituirlas por dulces secos. Por Cuaresma era habitual comer una mezcla de frutos secos conocida como “los cuatro mendicantes”, en recuerdo al color de los vestidos de las órdenes de frailes y sorelas que vivían de pedir limosna: uvas pasas por los dominicos, higos secos por los franciscanos, avellanas por los agustinos y almendras por los carmelitas. Como dulces secos se conocían las frutas, así como algunas hortalizas (berenjenas, calabaza o tallos de lechuga) o incluso flores, como la de azahar, que se confitaban en un almíbar y, después, escurridas, se ponían a secar, al aire o en estufa. Si se mantenían en el almíbar se conocían como dulces en líquido.
Calabaza en seco en arrope
Junto al empleo de estos dulces como alivio del ayuno, la Cuaresma se asociaba tradicionalmente a otros dulces que tuvieron, en su origen, un sentido religioso. No ha de extrañar que algunos de estos dulces (roscos y pestiños) se consumieran tanto en Navidad como en Semana Santa. Celebraban el mismo sentido de religiosidad tradicional de la Pascua, es decir Paso. Entonces la liturgia católica consideraba cuatro días del año como Pascua: la Navidad, la Epifanía, la Pascua de Resurrección (o Pascua Florida, la única que aún mantiene este nombre) y Pentecostés. En ellas se consumían frutas de sartén, más relacionadas con la Pascua judía que con la cristiana. Para los judíos estaba prohibido comer, en esa fecha, alimentos de cereales fermentados. Que los sustituían por estos dulces fritos de harina, en una costumbre que asume, a su vez, los antiguos dulces paganos, de trigo y miel, con los que, griegos y romanos, celebraban las pasadas cosechas al llegar el solsticio de invierno.
Gañotes
De la diversidad alcanzada por esas masas fritas nos da idea la descripción que, en su novela Lágrimas, hace Cecilia Böhl de Faber y Larrea, Fernán Caballero, quien desde muy niña vivió en Cádiz con su madre, Frasquita Larrea: “…siguieron otros cuatro de masa frita. Eran estas rechonchos pestiños amasados con vino duro; las rosas, cuya ligera masa casi toda se compone de huevo. Las hojuelas salpicadas de gragea [entonces, semillas de anís cubiertas de pasta de azúcar] abigarrada, cual si sobre ella hubiese caído una menuda lluvia de color, y las robustas torrijas”.
El gran plato de la Cuaresma eran las Torrijas. Ya aparecen en los recetarios de Hernández de Macera (1607) y en el de Martínez Montiño (1611), tan importante aún en aquel Cádiz Constitucional. Un plato cuaresmal que sólo era posible en España y Portugal donde existían Bulas para poder comer, a diferencia del resto de países católicos, lacticinios (mantequilla y queso), leche y huevos. Con esos ingredientes se preparaba una sopa dulce de torrijas, guarnecida con huevos y queso. Las torrijas llegaron a ser tan exquisitamente complejas, como la que bañaba en miel un pan que había que elaborar previamente a partir de manzanas camuesas y almendras. Las torrijas, además, ya anuncian el final de ese periodo de sacrificios. En su versión sefardí se conocían como “rebanadas de parida”. Y, así, se recomendaban como alimento para las mujeres que dieran a luz. Es decir, lo mismo que, continuando los cultos más ancestrales, celebra el Domingo de Resurrección. Dulces para, terminados los tiempos de penitencia, celebrar la esperanzada renovación de la vida.
Manuel J. Ruiz Torres
Artículo publicado en el núm. 2 de la revista digital El Fogón de la Perla Gris dedicado a Placeres de Semana Santa, dirigida por el gaditano Alberto de la Torre.
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