por Manuel J. Ruiz Torres
Esta cocina no era, por supuesto, la misma para todos. Coexistían en Cádiz una clase social muy rica e ilustrada, comerciantes y navieros que habían hecho sus fortunas negociando con América, y una amplia masa de jornaleros, que sólo cobraban por día trabajado, con sus salarios congelados desde finales del siglo XVIII. Había, pues, dos cocinas: una burguesa, de quienes eran capaces de leer los escasos recetarios de entonces, principalmente el de cocina barroca y cortesana de Martínez Montiño, de principios del XVII, y el más moderno del monje Altamiras, que proponía simplificar esos platos. Las clases populares hacían una cocina económica, cuando no de pura supervivencia.
El pan era la base de aquella comida. Con ese pan se elaboraban sopas que, en las clases pudientes, podían ser muy sofisticadas (con capón, hígado frito, pajaritos, huevos duros, longanizas) y, en las populares, un simple refrito de aceite, ajo y pimentón, cuando no hechas sólo con agua caliente. El gusto antiguo por lo dulce hacía que, todavía en esos años, se añadiera azúcar y canela a estas sopas. O a las chuletas.
Olla podrida
También variaban, salvo en el uso general de garbanzos, las Ollas, precedentes de los actuales cocidos. La burguesía seguía cocinando la Olla podrida, rica en toda clase de carnes de crianza y caza, mientras la mayoría elaboraba las llamadas Ollas simples, donde abundaban las hortalizas, cocinadas con tocino. Junto a éstas, comían también las menestras, potajes de legumbres con bacalao, tocino o simple aceite, que alimentaban diariamente a las tropas. Las papas, hasta entonces tan poco consumidas que el nombre de patata se reservaba para las batatas dulces, se popularizaron con la guerra y entraron en estas recetas.
Se comía la carne de animales ya crecidos en edad, o sin utilidad en su edad adulta, como los cabritos; también la carne seca en tasajo. En las azoteas y patios se criaban gallinas, patos y palomas. Las cigüeñas o gaviotas se consideraban carne de caza. Todas estas carnes se asaban -en parrillas o en el horno de un panadero-, se freían o se guisaban (en salmorejo, en pepitoria, estofadas). La abundancia de pescado fresco, además del popular bacalao, hacía que su consumo en Cádiz fuera más del triple que en otras partes de España, sin que disminuyera cuando la religión católica redujo considerablemente los días de abstinencia de carne. Aunque también se guisaba, la preparación más popular del pescado era frito. Ciento ocho bodegones y freidores había en el Cádiz de 1812, además de freírse en muchos puestos callejeros.
Sandía confitada
Pero la gran riqueza de aquella cocina es su repostería: frutas y verduras confitadas en dulce, panales, anises, tablillas de frutas o flores, pastillas de goma, caramelos, yemas, huevos moles, bizcochos, garapiñadas, alpisteras, sopas borrachas…Incluso los helados sobrevivieron al asedio: horchatas de pipas de melón, sorbetes de frutas, mantecados de chocolate. Esas confiterías se repartían por toda la ciudad sitiada, por barrios burgueses y obreros. Esa necesidad de endulzar la esperanza de acabar aquel encierro era, para todos, también una cuestión de supervivencia.
Artículo publicado en "Diario de Cádiz", el 16 de Enero de 2010. Como complemento al Capítulo 15 del "Diario inédito de un relator apócrifo", de Hilda Martín García.
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