Por Mabel Caballero. LA VOZ DE CÁDIZ
La ciudad vivió el esplendor de la transición de la cocina barroca a la moderna
Quien crea que las rutas del tapeo son un invento reciente, de algún creativo publicitario para promocionar el 'Spain is different', está muy equivocado. En Cádiz se tapeaba, incluso cuando los franceses lanzaban bombas desde el otro lado de la Bahía. La ciudad vivía sitiada pero como nunca se produjo el desabastecimiento, había momentos para echarle arte e imaginación a los guisos.
La Oficina del Bicentenario de la Diputación de Cádiz ha puesto el empeño en recuperar esa rica tradición gastronómica y el año pasado organizó una ruta de tapas de la época que tuvo un gran éxito. La bautizada como 'Senda de las Maritatas', en la que colaboraron varios locales de hostelería de la ciudad ofreciendo platillos y diferentes pinchos, vivirá este año una nueva edición, a partir del próximo mes de marzo.
Una de las personas que más ha estudiado la cocina de ese principio del siglo XIX es Manuel Ruiz Torres. Autor de un libro sobre este mismo asunto, el escritor sigue empeñado en rescatar anécdotas, datos y recetas de la época.
Mezcla de sabores
En su opinión, aquella era una cocina de transición, entre lo barroco -que tan bien se sintetizaba en el recetario de Francisco Martínez Montiño Arte de Cocina y lo moderno, que tiene también su autor de cabecera: Juan Altamiras, con Nuevo Arte de Cocina. El primer libro se editó ininterrumpidamente desde 1611 hasta 1823 y hacía apología de una cocina exagerada en la que era lícita la mezcla de sabores y en la que estaba muy presente lo dulce.
El volumen de Altamiras, en cambio viene a preconizar una comida más sencilla, que aligera los platos, quitándole ingredientes y abaratando la alimentación, sobre todo, por una necesidad de controlar el gasto. Se editó por primera vez en 1745 y fue el estilo que se impuso a la postre. A partir de la segunda década, lo que se aplica es la cocina con raíces y surge también la regional.
Habichuelas con castañas. Según el Restaurante Macarena (San Fernando)
Pero en el Doce aún convivían ambas en una ciudad, Cádiz, que era la tercera en importancia de España. Una capital cosmopolita, que albergaba a las élites culturales y económicas pero también a una enorme masa de pobres analfabetos cuyos salarios estaban congelados desde hacía décadas. Y donde, desde luego, no había clase media.
Los burgueses se distinguían de la clase baja no sólo en lo que comían sino en las horas. Antonio Alcalá Galiano cuenta en sus memorias que a las tres de la tarde, al oír las campanas de la parroquia de San Antonio, el gentío de 'ociosos' se dispersaba para ir a comer « yéndose todos en busca de lo que lo general de españoles llama la puchera, y a que dan los andaluces por nombre la olla; pero sin añadirle el epíteto de podrida, que sólo a ciertas ollas cuadra». Los pobres, sin embargo, vinculaban sus comidas al ritmo de trabajo. El desayuno, por ejemplo, se parecía al almuerzo rural. Un obrero o artesano podía ingerir tras levantarse vino tinto con huevos fritos y después llegaba la comida, sobre la una de la tarde. El burgués en cambio desayunaba chocolate (porque el café era más bien una bebida social y minoritaria).
Sin embargo sí hay un punto de confluencia entre ambas clases sociales, porque poco a poco se va descubriendo el valor de lo tradicional en todas las facetas, también en la cocina. Así, a pobres y ricos les gustaba el pescado frito (había varias freidurías en la ciudad), los pucheros y las menestras (los potajes actuales).
Y en Cádiz se comía bien, porque como se sabe, la ciudad no sufrió desabastecimiento, al tener puerto. Existía además una comida informal, de relaciones públicas, que se tomaba en las tabernas y las tiendas de montañeses. Se picaba como ahora, chacinas y quesos y el gusto por el picoteo (las tapas actuales) abarcaba tanto lo salado como lo dulce. Y de eso sí estaba abastecida la ciudad: había confiterías en cada uno de los barrios.
Los mesones y las fondas
También eran habituales los negocios de comida preparada: tiendas que vendían los platos ya cocinados para los que salían del trabajo. En algunos casos, incluso, estaban especializados, como el de las menuderías. «Había muchas fondas o mesones que lo ofrecían», cuenta Ruiz Torres.
Se comía a la carta o en mesa redonda (los menús) o incluso, había servicio de 'catering', porque los mozos lo llevaban hasta la casa. Para los banquetes, incluso, se podía contratar no sólo la comida, sino el alquiler del mobiliario y la vajilla.
No había crítica gastronómica aún pero sí anuncios de los diferentes precios o especialidades. Haciendo un somero repaso, cualquier diría que estaba todo inventado. Todo. Hasta el gazpacho. «Existía uno blanco, que viene de la época de los romanos, que se hacía con ajo, aceite y vinagre y al que después se le añadirá el pan y la cebolla», explica Manuel Ruiz. Y mucho antes de que se llegara a aceptar el uso del tomate, el gazpacho se hacía de pimiento y de anchoa e incluso, de lomos de sardina. En fin, en 1812 no había hidrógeno líquido, ni emulsiones de ostra, pero tampoco era necesario esperar dos años para darse un festín gastronómico.
Artículo publicado en "La Voz de Cádiz" el 22 de febrero de 2010
1 comentario:
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